20 de Julio
de 1843.
“Está
oscuro. El pasillo se alarga tanto que no veo el final. El silencio hace que
mis gritos reboten en las paredes. Estoy sola en palacio. Guardo silencio, pero
nadie grita mi nombre, nadie acude a rescatarme.
Y
me hundo en un agujero. Está tan oscuro que no veo nada, excepto contornos del
pasillo, y tengo el cuerpo entumecido por el frío. Pero aún así corro. Busco la
salida desesperada. Me duelen los pies, pero empujo la puerta hasta salir
fuera.
El
sol me quema, pero no puedo volver hacia atrás. Estoy desnuda ante todo el
pueblo español. Todos me ven, todos hablan de mí.
Todos
opinan.
Estoy
vacía como una caracola. No me puedo mover. Alguien me empuja desde atrás.
Cuando levanto la vista veo al tío Carlos mirándome dentro de palacio. Me
vuelve a empujar con violencia y me mira con odio.
-No
serás buena reina. –las palabras rebotan como si estuviéramos en una sala
pequeña.- Hundirás el país.
Esa
última frase se repite como eco en mi cabeza. Y yo huyo. Salgo corriendo sin
saber a dónde. Tengo que irme. Nadie va a ayudarme.
Estoy
sola. Muy sola”
Abre los ojos de golpe, con un jadeo de miedo atascado en la
garganta. La niña se levanta de la gran cama y retira las cortinas de la
ventana, dejando entrar la luz de la mañana. Siente un escalofrío cuando sus
pies tocan el suelo y eso le recuerda a su pesadilla.
Lleva todo el mes soñando cosas parecidas. Gira la cabeza y ve
el pequeño calendario al lado del tocador.
-Solo tres días –susurra Isabel poniéndose una bata encima del
camisón rosa- Tres.
Sale de la habitación y camina por el palacio en camisón y bata,
cuidando que nadie la vea. La futura reina del trono español no puede andar por
ahí descalza y con ropas de dormir. Sería inadmisible para cualquiera, pero
para su madre sobre todo.
Desde que su madre había abandonado la regencia hacía tres años,
miraba todo lo que su hija hacía con lupa. Isabel y su madre nunca se habían
llevado demasiado bien, ya que por razones que la niña no conocía, la mujer la
huía y la criticaba todo lo que podía.
Isabel llegó al final del pasillo y se paró frente a un
imponente cuadro del rey Fernando VII.
-Hola padre –saludó al cuadro, sentándose frente a él en el
suelo frío- Hoy hace un día soleado ¿Sabe?
Miró al techo de forma desinteresada, observando la lámpara
moverse al son del viento leve que corría por los pasillos.
-Aunque mi estado de ánimo se torna nublado. He vuelto a tener
esa horrible pesadilla. En realidad no la entiendo, pero me da miedo.- la niña
volvió a girarse hacia el cuadro- Me gustaría contárselo a madre, pero ella no
me escucharía. Ya sabe usted es ella siempre está demasiado ocupada para mí. Prefiere
irse a mimar un rato a mi hermana pequeña y luego a tomar un té con sus amigas.
Suspiró pesadamente, aunque sin subir el volumen, para que nadie
más que el cuadro de su padre la oyera.
-En realidad creo que todo el mundo me odia porque en tres días
seré la reina de las Españas. Mi tío Carlos no para de causar problemas, mi
madre no quiere verme ni en pintura. Mi hermana María Luisa no me habla, y yo
apunto de subir a un trono y sin tener ni idea de que hacer.
La niña se encogió sobre sí misma sintiéndose más pequeña de lo
que ya era. Cada vez se sentía más un títere los dos lados de política.
-Solo tengo trece años –sollozó la niña sin poder contenerse-
¿Qué puedo hacer yo? No sé nada de nada sobre política, ni sobre cómo llevar un
reino. Debería estar aquí, padre. Yo a usted no lo conocí, pero seguro que me
haría más caso que madre y María Luisa.
Isabel se levantó y haciendo una reverencia muy corta se
despidió de su padre. Ella aún no tenía tres años cuando él falleció, y aunque
sabía de sobra que no valía para nada, hablaba con él de vez en cuando.
Recorrió el pasillo, pensándose si volver a su habitación,
cuando oyó voces en una de las salas.
-Escuchar tras la puerta está muy mal –se dijo a sí misma-
Deberías ser responsable y volver a la cama.
Pero sin seguir su propio consejo escuchó como su madre discutía
con uno de los representantes de los gobierno, cuyo nombre la pequeña no
conocía.
-Mejor esperar, majestad –Dijo el hombre a su madre –Es mejor
que esperemos a que Isabel cumpla los dieciséis para casarla.
A la niña se le encogió el corazón ¿casarla? ¿con quién?
-Aún así creo que deberíamos hablar ya con Francisco para
aclarar el matrimonio –habló su madre –Seguro que la familia de su primo
aceptará encantada casarse con mi hija.
Isabel se dio la vuelta y salió corriendo de allí. No necesitaba
escuchar nada más. Francisco de Asís era uno de sus primos más indeseables y
antipáticos.
Cuando llegó a su cuarto, la niña cerró la puerta y apoyó su
espalda en ella. Gimió pensando en su primo.
Durante los siguientes minutos, Isabel solo se dedicó a llorar,
pensando que haría si su primo y ella se casaran.
-Hay que ser fuerte, Isabel –se dijo a sí misma incorporándose-
En tres días serás la reina, se lo debes a tu pueblo.
¡Qué más iba a pensar ella! Era lo único que le quedaba.
Acercarse al pueblo y ser querida. “Eso si no hundes antes el país” dijo una
voz en su cabeza.
O cierto es que a Isabel no le quedaba nada más. Con su familia
no había tenido mucha suerte, y con los amigos…Bueno su único amigo era el hijo
de una cocinera, pero hace un mes, cuando nombraron su subida al trono se
despidió de él. Una reina no puede juntarse con criados.
La futura Isabel II se quedó mirando frente a la ventana como el
sol potente de julio calentaba las hojas del jardín y como los hijos pequeños
de las criadas jugaban por allí.
-Quien fuera libre de jugar como ellos –Susurró ella.
La niña se resignó, como cada día. Y volvió a meterse en la
cama, esta vez sin quitarse la bata. Y cerró los ojos pensando en niñas libres,
con vidas perfectas, pensando en jardines donde correr y madres que amaban a
sus hijas.
Y se durmió. Sin pensar lo que le iba deparar el día siguiente.
Sin pensar si sería buena reina, si se casaría con su primo antipático y
afeminado, o si su tío volvería a provocar una guerra por ella.
Sin pensar en nada. Solo se durmió.